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La parte común: Una concepción alternativa del derecho a la propiedad privada
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Livre électronique224 pages4 heures

La parte común: Una concepción alternativa del derecho a la propiedad privada

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À propos de ce livre électronique

¿A qué título tendría el propietario derecho a hacer absolutamente lo que quiera con lo que tiene? Crétois nos recuerda que lo propio no excluye lo común; al estar implicado en él, debe articularse con él. De hecho, la exigencia de justicia consiste en prohibir que lo propio excluya por completo a lo común.
Las investigaciones actuales sobre lo común han dado paso a importantes renovaciones de la teoría de la propiedad en el campo del derecho, la economía y la filosofía. La presente reflexión cuestiona la ideología propietaria para proponer una concepción alternativa del derecho de propiedad. Para ello se basa en la idea de una justicia que garantice que nadie salga perjudicado de la cooperación en sociedad. Una sociedad que debe reconsiderar el concepto de propiedad privada. Con este libro, el autor pone en suspensión nuestra creencia de que la propiedad privada es una institución obvia, indispensable y moralmente indiscutible.
LangueFrançais
Date de sortie13 juin 2023
ISBN9788418273674
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    La parte común - Pierre Crétois

    9788418273667.jpg

    La parte común

    Traducción del francés: La part commune, de Pierre Crétois

    © Éditions Amsterdam, 2022

    ©De la traducción: Sion Serra Lopes

    Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

    Primera edición: mayo, 2023

    Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

    © Ned ediciones, 2022

    Preimpresión: Editor Service, S. L.

    www.editorservice.net

    eISBN: 978-84-18273-67-4

    La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

    Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut Français.

    Ned Ediciones

    www.nedediciones.com

    A Raïssa, a Diego y a la vida que sigue

    Índice

    Introducción

    Propiedad privada: anatomía de un concepto

    La ideología ­al desnudo

    Replantear el derecho de propiedad

    La inapropiabilidad de las cosas

    Agradecimientos

    Introducción

    «El demonio de la propiedad infesta todo cuanto toca», escribe Rousseau. Por las vallas con las que crea zanjas infranqueables, el amo se cree seguro de sacar provecho de las cosas. Sin embargo, ¿no es el disfrute compartido con los demás el más potente e intenso? Al excluir a otros de sus posesiones, el propietario se arriesga a percibir un placer menor por el hecho de tenerlas. Así, aunque resulte sorprendente, él nunca estaría mejor que lejos de su propiedad, que a menudo abandona. Esta es la lección de Rousseau.

    Pero si tan dañina es la propiedad, ¿por qué nos desvivimos yendo a por ella? Hay al menos una razón evidente por la que los más afortunados desean acumular riquezas: el prestigio social de tener lo que otros no poseen. Un Ferrari, una joya rara, un jardín gigantesco, un cuadro de un gran pintor… Para tenerlos, el poseedor parece dispuesto a matar de hambre a quienes nada tienen, a dejar que se mueran de hambre al pie de su fortuna. Habría entonces una contradicción entre la función social viciada de la propiedad —distinguirse de los demás acaparando riquezas— y el rol que debería asumir —permitir que todos disfruten de manera equitativa de los recursos necesarios para llevar una vida feliz y plena—.

    Sin embargo, una sospecha pesa todavía sobre esta crítica algo fácil de la propiedad privada, a menudo impulsada por una aspiración cómplice. No habría que demonizar a quienes tienen y tener solo en consideración a los más desfavorecidos. A los pobres les moverían las mismas pasiones rivales que a los ricos: los ricos intentarían distinguirse de los pobres, a veces de la forma más cruel, pero, por su parte, los pobres no serían menos, y querrían ver desaparecer a los ricos para ocupar su lugar. La envidia de los pobres demostraría que la situación de los más acaudalados es muy deseable; ahora bien, no sería legítimo culpar a alguien por haberlo logrado. En lugar de querer menospreciar a los demás, los perdedores de la lotería social deberían esforzarse por alcanzar la fortuna ellos mismos.

    Reducir el conflicto entre ricos y pobres a una simple rivalidad por emulación o a la pereza envidiosa de quienes salen perdedores no es intelectualmente satisfactorio; es más bien un mito que conviene sobre todo a quienes disfrutan de todas las ventajas de la vida social. Ese tipo de lectura simplista oculta lo esencial de las reivindicaciones de igualdad: pedir justicia. A diferencia de lo que vienen sentenciando desde la Antigüedad quienes defienden a los poderosos, hacer justicia no significa organizar la venganza de los débiles unidos contra los fuertes. La justicia es la búsqueda de marcos que aseguren que nadie salga perjudicado de la cooperación en sociedad. Esa búsqueda no implica necesariamente una perfecta igualdad de condiciones, pero impone el derecho universal a conocer lo que pertenece a cada cual; y exige que reconozcamos que hay intereses comunes unidos a aquello que es de cada uno.

    He aquí una paradoja: si la apropiación privada entra tan a menudo en conflicto con los imperativos de la justicia, ¿por qué no abolirla, sin más, dando lugar a una sana comunión de bienes? Una respuesta posible a esta pregunta es que no es evidente para nada que justicia y propiedad se excluyan recíprocamente de forma sistemática. Las primeras formas de justicia parecen más bien derivar de la diferenciación entre lo mío y lo tuyo. Si todos pudieran decir de una misma cosa que esta les pertenece, difícilmente se podría garantizar el acceso universal a lo básico para la subsistencia: un techo, una bicicleta, una comida, una entrada al teatro. La justicia no excluye pues necesariamente, en principio, ciertos tipos de apropiación. Pero nada obliga a que estos asuman necesariamente la forma de propiedad privada. En efecto, hay otros tipos de derechos relativos a las cosas materiales que no son la propiedad privada absoluta y exclusiva. La exigencia de justicia consiste ante todo en prohibir que lo propio excluya por completo a lo común.

    El problema con esta última afirmación es que entra en conflicto con una evidencia lógica: lo propio excluye lo común. Por eso muy a menudo los propietarios se creen perfectamente soberanos absolutos sobre aquello que les pertenece. ¿Cuántos de ellos no entienden que se les impongan restricciones cuando quieren pintar de naranja la fachada de su edificio, que se les prohíba usar un vehículo contaminante, que se les impida abusar de insumos químicos en sus terrenos, que queramos saber, hasta cierto punto, qué hacen? Se dice, en efecto, que «cada uno es dueño en su casa». Es una idea poderosa y arraigada, que, no obstante, adolece de un grave error de juicio. Por supuesto, cada uno debe ver protegido el disfrute de los recursos esenciales a su felicidad; nadie debe estar sujeto a vejaciones arbitrarias. Pero ¿justifica esto eximir a los propietarios de las legítimas restricciones que visan articular lo que es de cada uno con lo que es de todos? ¿A título de qué tendría el propietario derecho a hacer absolutamente lo que quiera con lo que tiene? Difícilmente esto parece aceptable.

    Así pues, lo que debe recriminarse no son las formas de apropiación que aseguran el acceso de todos a los recursos necesarios para su bienestar, sino el absolutismo propietario que sugiere que es afirmando derechos individuales, absolutos y exclusivos que se protege la existencia humana de un modo más justo y equitativo. Me pareció fundamental, en este libro, explorar y profundizar esta idea para poder evaluar sus entresijos. Cuestionaré la ideología propietaria para proponer una concepción alternativa del derecho de propiedad que dé cuerpo a esta idea, solo aparentemente paradójica: lo propio no excluye lo común, pero, al estar implicado en él, debe articularse con él.

    Esta es una cuestión crucial en el mundo de hoy, donde se observan las mayores desigualdades económicas y ambientales y que se enfrenta, cada vez más, a la inminencia de diversas crisis de gran calado. A pesar de esto, nos afanamos por cuestionar una vez más la propiedad privada, que aún se considera un fundamento incontestable de cualquier sociedad democrática bien ordenada y respetuosa hacia el individuo.

    Este estado de cosas nos remite a una larga historia anclada en el Renacimiento, momento histórico en el que se le otorga a la propiedad un papel emancipador a la vez que esencial para el progreso económico. En el contexto francés, el carácter supuestamente inexpugnable de la propiedad privada adquiere una dimensión peculiar debido a su centralidad en el derecho: en efecto, es sacralizada por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (arts. 2 y 17) y considerada como elemento esencial del derecho civil (art. 544 del Código Civil), por considerar que el derecho de propiedad habría permitido abandonar los tiempos sombríos del derecho feudal.¹ Esta historia dificulta e incluso vuelve inadmisible cualquier cuestionamiento o distancia crítica con respecto a este derecho.

    A pesar del obstáculo que representa la tradición jurídica continental, muy apegada a una concepción rígida y teórica de la propiedad privada, últimamente sentimos algún murmullo en pro de una renovada reflexión sobre la materia. Las investigaciones actuales sobre lo común o los comunes —es decir, sobre la existencia de cosas y procesos sociales que no pueden ser explicados o reducidos al fenómeno de la tenencia— abrieron paso a importantes desarrollos en el sentido de renovar la teoría de la propiedad² en el derecho, la economía y la filosofía. Es en esta estela que deseo ubicar esta reflexión.

    Se nos presentan dos ángulos de análisis: por un lado, la mutación que hace que la propiedad ya no exista realmente en estado puro, que vaya cambiando de forma hasta tender a disolverse; por otro lado, la idea de que no es deseable que la propiedad privada subsista en la forma que le dio la historia moderna. En una fórmula: la gran transformación que tienen que operar nuestras sociedades requiere reconsiderar la apropiación privada.

    Pero empecemos tomando un poco de distancia. Se tiene la imagen errónea de que el derecho de propiedad es algo ancestral, que se remonta por lo menos a la antigua Roma, que nos lo habría legado. En efecto, desde el jurista medieval Bartole, se utiliza una tríada romana para precisar los derechos del propietario sobre su cosa: usus (uso), fructus (explotación económica) y abusus (derecho a vender o destruir). En la mente de muchos juristas y otros, se estableció así la idea de que el derecho de propiedad tal como lo conocemos sería una herencia de la Antigüedad —o incluso, simple y llanamente, universal—. Sin embargo, la propiedad privada no procede de la antigua Roma; y de universal no tiene nada. Tiene una fecha de nacimiento muy concreta e identificable: su significado actual, nacido en las repúblicas mercantiles y monarquías del Renacimiento, es reciente. Según el historiador Rafe Blaufarb, la forma contemporánea más pura de la propiedad privada aparece en un período aún más tardío, el de la Revolución francesa, que «reformuló por completo el sistema de propiedad anterior a 1789 en Francia». «Esta revolución de la propiedad produjo una Gran Demarcación, es decir, una separación muy marcada entre lo político y lo social, el Estado y la sociedad, la soberanía y la propiedad, lo público y lo privado.»³ La transformación del sistema de propiedad en 1789 llegó así de la mano de una profunda ruptura en la organización de la vida política y el comercio en el período moderno.

    En general, se puede considerar que el concepto de propiedad privada se desarrolló como la contrapartida, en el plano del derecho privado, del concepto de soberanía en el plano político. La soberanía es el derecho a gobernar la comunidad humana; el derecho de propiedad es el derecho individual a gobernar las cosas. Hay, pues, una analogía entre la teoría del imperium (poder sobre los hombres) y la del dominium (poder sobre las cosas). Tras su elaboración durante el medioevo, el concepto de soberanía, base del pensamiento del Estado moderno, encontró su plena expresión bajo la pluma de Jean Bodin en Los seis libros de la República en el siglo

    xvi

    , cuando empezaba a desarrollarse el concepto de propiedad privada que hoy persiste. La soberanía y la propiedad surgieron entonces como los dos conceptos clave del pensamiento político moderno.

    La representación de un hombre dueño y señor absoluto de las cosas no es eterna ni verdadera en cualquier tiempo y lugar. Entre los romanos, la propiedad asumió muchas formas, pero su modelo por excelencia fue la propiedad «quiritaria», es decir, la propiedad territorial de los ciudadanos romanos nativos. Dado que el dominium (posesión de tierra) forma una parcela del Lacio (la región por donde se extendía la ciudad de Roma en sus orígenes), funda la pertenencia de su propietario, el dominus, a la ciudad, al constituirlo como uno de sus defensores (según el modelo del ciudadano-soldado). Al inicio, el dominium no es algo que se vende o se compra en un mercado, sino algo que se transmite a la descendencia. Dota de consistencia a la familia y constituye su patrimonio. La transferencia de propiedad, si tuviera lugar, asume la forma de una solemne ceremonia de entrega muy codificada y formalizada (la mancipatio). El dominium, por tanto, no debe confundirse con la forma circulante que adopta la propiedad moderna, muy inspirada en las necesidades ligadas a las prácticas del mercado. Ella se afirma con independencia del trabajo (porque el trabajo está asignado a los esclavos) y es más afín al nacimiento y a una concepción de la base de la existencia cívica para un hombre romano.⁴ Puede considerarse como una dignidad, es decir, una función y una responsabilidad que confiere a la persona a quien se otorga un papel eminente en la ciudad. Esta forma originaria de propiedad es así indisociable de la condición de ciudadano.

    En el medioevo, la persona que explotaba la tierra y la contaba como su «dominio útil» (el esclavo sin tierra o el agricultor arrendatario de la tierra) no siempre tenía un título de propietario en sentido pleno. Los derechos de uso de la tierra se otorgan a cambio de obligaciones fiscales y políticas y el señor feudal siempre se reserva los derechos sobre la tierra que otorgó (como el derecho de caza, que a menudo es un obstáculo para cercar el campo). El señor, por su superioridad militar, posee un «dominio eminente» sobre la tierra y tiene el derecho de hacer justicia, el derecho de inventario y el derecho de recaudar el impuesto. Además, los derechos comunales (derecho de paso, derecho de primera cosecha, derecho de ademprío, etcétera) pesan sobre las tierras explotadas, impidiendo que unos u otros se consideren sus dueños absolutos y puedan cercar sus parcelas. Las relaciones sociales (populares) y políticas (señoriales) atraviesan y estructuran las cuestiones de la tierra. Se habla de derechos superpuestos e implicados por las cosas, derechos que vinculan a las personas en una red de dependencias mutuas.⁵ Tampoco, en este caso, se podría hablar de propiedad privada en el sentido que tiene actualmente.

    Se entiende, por consiguiente, que la propiedad privada moderna solo pudo imponerse mediante la representación de un individuo independiente de la ciudad y del poder militar, capaz de adquirir algo por sí mismo y de presumir de la posesión de recursos materiales tan solo por su calidad de hombre. La propiedad se convierte en un derecho natural del individuo, derecho de adquirir a través de un trabajo que transforma y mejora la naturaleza y sobre el cual la persona tiene plenos poderes. Una vez fraguada esta primera idea, se desarrollaron nuevas teorías políticas y enfoques de la justicia basados en la idea de que un individuo es por naturaleza propietario de sí mismo, de sus derechos y sus cosas. A esto lo llamó Macpherson la teoría política del «individualismo posesivo».⁶ La imagen de un individuo propietario de sí mismo por naturaleza es uno de los modelos que influyen en las declaraciones de derechos humanos redactadas a partir del siglo

    xvii

    .⁷ El soberano se presenta entonces como mandatario de sus súbditos para garantizar sus derechos naturales. Estas son las condiciones históricas concretas que podrían autorizarnos a hablar de propiedad privada en el sentido moderno del término. Pero la noción no está exenta de nuevos problemas históricos: ¿tiene el Estado derecho a interferir en la propiedad privada sin violar los derechos naturales? ¿A partir de qué momento se vuelve tirano si así lo decide?

    Precisemos en qué sentido entendemos la expresión «propiedad privada», tan ambigua y problemática. A lo largo de este libro, distinguiremos la noción de propiedad o de reglas de propiedad consideradas en términos generales, de la propiedad privada en particular. En efecto, el fenómeno de la tenencia es muy amplio, de modo que lo que se denomina propiedad privada es solo una de sus manifestaciones más específicas.

    En un sentido muy lato, que va más allá del caso particular de la propiedad privada, los derechos de propiedad pueden definirse con arreglo a un conjunto de normas para asignar lo «mío» y lo «tuyo», es decir, distribuir lo que es de cada uno. Rara vez se advirtió que, en este sentido, la asignación de derechos de propiedad se confunde con la aplicación de los principios de justicia. De hecho, la función tradicional de la justicia es dar a cada uno lo que es suyo (suum cuique tribuere). No obstante, es posible definir lo mío y lo tuyo y regular la relación jurídica con las cosas fuera de los términos de la apropiación privada. Veamos algunos ejemplos. Si alquilamos un apartamento, no lo poseemos en el sentido en que no tenemos derecho directo sobre él, pero sí tenemos su disfrute siempre que paguemos el alquiler durante el tiempo previsto en el contrato de arrendamiento. Nadie puede, entonces, interferir con este derecho temporal y condicional de disfrutar de un apartamento que, sin embargo, no es nuestro. Otro ejemplo son los derechos que conlleva una entrada para ir al teatro: un lugar reservado para nosotros solos durante el tiempo de la actuación, aun sin darnos un título de apropiación privada sobre el mismo. Desde otro punto de vista, también se puede ser titular de un derecho de prioridad en las cajas de un supermercado, como es el caso de una persona con discapacidad acreditada. En ese caso, los demás clientes tienen la obligación de no impedir el ejercicio del derecho en cuestión; nadie tiene derecho a sustraerle ese derecho o impedir que el titular lo use. Estos y muchos otros fenómenos remiten, en general, a la distribución de lo «mío» y lo «tuyo» y forman parte de la organización general de las relaciones sociales para delimitar la esfera de las acciones obligatorias, permitidas o prohibidas. Un «derecho que es mío» me permite realizar ciertas acciones y prohíbe que otros me impidan realizarlas. Así, constatamos que hay cosas «mías» y «tuyas» que no implican ser propietarios de las cosas mismas sino tan solo la propiedad de derechos específicos respecto de esas cosas o acciones. En tales situaciones, lo «mío» y lo «tuyo» son constitutivos de la protección de la persona y de la institución de justicia. Este es un punto difícil de contender.

    Sin embargo, cuando hablamos de propiedad privada no nos referimos solo a la

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